Pañol de la historia

MEMORIAS DEL 42


Por tratarse de un hermoso escrito del Conti Alvaro Enrique Leal CN 42-076 sobre el contingente 42, con mucha deferencia se publica esta crónica en el "Pañol de la historia".   
Jorge Serpa Erazo  CN 38-082

“Esto es una percepción personal, como la brisa que empuja las olas del mar y el destino de los hombres que por allí transitan, transitaron o transitarán”.   

Cuando miro hacía el pasado resalta en mi memoria, como un faro, la Escuela Naval de Cadetes.  

Ubicada en la isla de Manzanillo en Cartagena, dentro de una bahía asolada, a lo largo de su historia, por piratas, corsarios y aventureros, preñada de historia y de leyenda, castillos y murallas, hitos de independencia, conmemorados, cada año, en un carnaval, al paso de las mujeres más bellas que da la tierra, triquitraques y ron blanco, pululante de negritudes, pescadores, marineros, mercaderes, cineastas, pintores, escritores, casinos y bohemia, donde se anclaba el sueño, cuando la realidad despertaba en un universo bailado de trote y Academia, en impecable protocolo, para transformar niños en hombres, desde la base de un recluta pecueco sin voz ni voto sobre la faz de la tierra”,  hasta llevar, a alguno, algún día, a ser un Almirante que dirigiera las flotas y los hombres que tutelan la nacionalidad, sobre costas que bañan dos océanos, de los cinco que existen en el mundo y que bordean el irrevocable destino de nuestra nación. 

Evoco a la distancia del tiempo, implacable por su marcha, tantas cosas, cocteles de emociones encontradas bajo el sol canicular de un eterno verano tropical, tan solo refrescado al vaivén de la brisa que en ciertas noches mecía las olas, y susurraba en las palmeras, la nostalgia de lo amado, combinado con el sabor a la patria, o de emoción y esperanza, de ilusión y anhelos, que se desbordaban, en alguna lágrima fugaz, cuando el Himno del Marino rompía el silencio de noches estrelladas, como sólo se ven al lado del mar,  

“Cuando estoy lejos muy lejos

y me acuerdo del hogar,

en mis ojos siento a veces

una lágrima rodar… 

y que contrastaba, a veces, con la música lejana de "Alicia Adorada", que flotaba en la "casa del pecado", frente al patio trasero de nuestra Escuela, más allá del último poste: cruzando el caño que hizo famosa a la “Lulú”, que a golpe de remo iba y venía, clandestina, camuflada por el velo de la noche, pero iluminada por la luna y las estrellas. 

“Colombia patria mía, te llevo con amor en mi corazón, creo en tu destino y espero verte siempre grande, respetada y libre. En ti amo todo lo que me es querido: tus glorias, tu hermosura, mi hogar, mis creencias, las tumbas de mis mayores, el fruto de mis esfuerzos, la realización de mis sueños. Ser marino tuyo es la mayor de mis glorias. Mi ambición más grande es la de llevar con honor el título de colombiano, y llegado el caso, morir por defenderte”. 

Era el anhelo que todas las noches, al unísono, el batallón le soplaba al viento, como un mantra, que se elevaba a un cielo casi siempre iluminado por millones de luceros, cuando el Brigadier Mayor (Sierra, Salazar, Porras, Matallana o Lequerica) daba la orden:  -Oración Patria- antes de dar las buenas noches:

-Batallón, buenas noches

-Bueeenas noches, mi Brigadier Mayor. 

Por demás, la disciplina militar es: orden, limpieza, rapidez, eficiencia, eficacia, cumplimiento, imprime personalidad, desarrolla autonomía y otorga, paulatinamente, autoridad, jerarquía, don de mando, como en todo ceremonial humano, tanto como en cualquier jauría animal, en que cada individuo alcanza y conoce su propia posición, y en el ser humano prepondera con rasgos que se alean, en la forja del carácter, con la inteligencia, tanto menos, a diferencia de los animales, por el tamaño del músculo, que no es despreciable si se combina con la gracia del atleta, pero que se eclipsan ante el imperio de la sabiduría, equilibrando sobre Atenas el balance con Esparta. Sobre todo en esta era tecnológica, electrónica, digital, informática, que genera bucles y reacciones, programables, para que se lleven a cabo a la velocidad de la luz. Radares, sonares, satélites, ondas, torpedos, proyectiles, misiles, montados en tierra, mar y aire, en buques, submarinos, aviones, alertas 24 horas, debe ser un organismo complejo, lleno de válvulas, motores, sistemas hidráulicos, mecánicos, eléctricos, botones, microprocesadores, láseres, un mundo fascinante para mentes vanguardistas que deben ponerse a prueba, día a día, optimizando recursos, que  son onerosos para cualquier nación pobre, pero útiles e imperativas para garantizar el presente y mirar, de frente, al futuro.  

*** 

Tuve muchos sueños en el pasado. Cumplidos algunos. Como el de a los 15 años haber atendido, el llamado del mar, para aprender, a golpe de tambor y toque de corneta, nociones de patriotismo y de grandeza, de trigonometría, física y cálculo, también filosofía, amalgamadas con la sal del mar y del sudor, en la asimilación de la ciencia de administrar el esfuerzo físico e intelectual, que sirviera para potenciarle perspectiva a un futuro impredecible; aunque, en su momento, sólo fuera cuestión de sufrida supervivencia, paleada con dosis de humor y de locura, tanto como de solidaridades nacidas de la desgracia, y de singularidades que hacían poner la piel de gallina, como cuando el toque de corneta anunciaba la izada del pabellón, o el himno de la Armada aligeraba el peso de los fusiles, coronados de bayonetas, haciéndonos sentir como guerreros victoriosos, prestos a conquistar un mundo que tenía sus límites en el mismo Olimpo, a la elegante cadencia de 96 compases por minuto, cualquier 20 de julio, de aquellos años que son inolvidables y que lo serán mientras vivamos. 

*** 

Con Román el sueño se forjó patinando por las calles de nuestro barrio, al ritmo de los Beatles, marcando "vientos de cambio", en una barriada competitiva, como todo conglomerado que acrisola juventud: fútbol, banquitas, patines, cicla, peleas callejeras, por el territorio, por las nenas, por mirar, por no mirar, por “piropiar”, por despecho, por “huevonadas”, a mano limpia, a mano armada, “póngala como quiera”, en el parque, cerca de la iglesia. *** 

“Amor y Paz”, hermano, déjame que ponga una flor en la boca de tu fusil. Terminaron por sentenciar los hippies.  

Como dijo Carlos Santana, en el Coliseo El Campín, cuando los que se estaban quedando por fuera rompieron la puerta de maratón, y empezaron a “volear piedra”, hacía el escenario, donde tocaba, en una situación lamentable, peligrosamente desbordada, literalmente de orden público, un Santana, vestido de blanco, que conjuró enfrentando la multitud.

 

-Hermano ¿Por qué me tiras piedra?

-Yo no te estoy tirando piedra.

-Yo te tiro música.

-Al menos no te herirá o te hará daño.

-Deja que mi música cure las heridas de tu corazón.

-Te voy a tirar música, a ver si mi música… te afina el alma.

 

Enseguida las manos de Santana rasgaron sobre las cuerdas de su guitarra, las notas de Samba pa’ti, que se esparcieron como un bálsamo que mudó la turba enardecía, un instante antes, en una masa, que acompañaba, dócilmente, con sus cabezas, la melodía que, con una fuerza incomparable, se había apoderado de un auditorio a punto de enloquecer, ya no de rabia, sino de incontenida emoción.  

Sirve de metáfora para explicar la llegada de los hippies a la escena violenta de los sesentas, drama inmortalizado por la comedia musical de “West Side Storie”, conjurado por el lema de “Amor y Paz” de la era “Acuario” que tuvo su eclosión en Woostock del 69, donde también estuvo Santana Carlos. *** 

Era, el nuestro, un barrio de calles largas, un barrio joven, uniformado, arisco, pletórico de fiestas, serenatas a la luz de la luna, borracheras, bohemia, ambrosías, novenas, bazares, los primeros amores, los primeros escozores, manos, sudorosas, temblorosas, que tarde o temprano, se rozaban, se tocaban, se juntaban, se entrelazaban, y terminaban por deslizarse, por la penumbra de lo prohibido, para explorar, en las fuentes mismas de la vida, el origen mandrilesco de nuestro instinto o el romance amoroso de nuestra entrega. 

Una barríada que dio de todo: hipies, deportistas, atletas, patinadores, futbolistas, actrices, poetas, filósofos, pilotos, marxistas, comunistas y bohemios, reclutas, brigadieres, pilotos, generales, doctores, locos y hasta uno que otro malandrín, pero que para nosotros fue un vínculo desde el día que decidimos apoyarnos en la decisión de conquistar el mundo a partir de la Escuela Naval, a mil kilómetros de nuestras calles, cuando apenas "destetados", soñábamos reivindicar nuestra naciente condición de hombres, al filo de los quince años, cuando se combinaba el acné con una lanita que asomaba en la barbilla, y el alma, desbordada, clamaba, sedienta de aventura, para sublimar la testosterona con la adrenalina que vendría de un mundo desconocido, allende la tierra, en la frontera del mar, donde las manos terminaron por deslizarse resbalosas, sudorosas, temblorosas de palpitación, sobre el cuerpo, desnudo, de un fusil de infantería.   

*** 

La mejor preparación para la vida es tomándole el pulso a la adversidad. Eso lo aprendí en el contingente naval, regular, Nº42, que, en 1967, hermanó a centenar y medio de reclutas, y les ayudó a fijar el curso, a partir de un crisol orientado a domeñar los embates de Neptuno, sin quitarle la mirada a Venus, ni el gusto a Baco, dentro de la rígida disciplina que preparar “lobos de mar” demanda, al mejor estilo de la Marina Real Inglesa, que sentó las base para la construcción de una institución que ha estado a la altura de lo mejor de la República, habiendo demostrado, su casa matriz, que es la mejor del mundo, ciertamente al lado de su hijo putativo, los Estados Unidos, en el dominio del mar y de la geopolítica contemporánea. 

¡Dios salve a la Reina! y bendiga a todos los reclutas que pasan por la Escuela para que uno o dos sean Almirantes, sin excluir que, de los demás, alguno pueda ser Ministro, o Presidente, o algo más, pero que a todos marca con la impronta de pretender ser caballeros del mar, o de la vida, y haber hecho honor a ello vale tanto, como todo lo demás. 

En la Escuela aprendí, entre otras cosas, lo poco que se necesita para ser feliz, porque la felicidad consiste en regatearle a la desgracia el equilibrio que emana de la satisfacción del deber cumplido.  Aprendí que para mandar hay, primero, que aprender a obedecer, a trabajar por convicción, y no porque vigilen, a hacer lo que hay que hacer cuando hay que hacerlo. En fin, aprendí que la felicidad, plena, es un vaso de agua al final del desierto, o una ración de Coca-Cola y gloria después de un orden cerrado, o un pedazo de patilla, como durante aquel orden abierto en la isla de Coquitos, cuando en segundo año estuvimos, con la compañía Charlie, al mando de mi capitán Duque y el folclore se tornó, al paso de las horas, con las cantimploras vacías, en una agonía irresistible. 

De cualquier forma como alguien aludía, es mejor ser educado en la rigidez de Esparta que en la libre disipación de Babilonia. 

Pero no todos los sueños están cumplidos porque, cuando se acaban, uno ya está muerto.  

Ahora estoy, como mis compañeros de generación, supongo, en el momento de interpretar el signo del tiempo para trasmitir la experiencia, con la visión del futuro, sobre quienes tendrán la responsabilidad de ejecutarlo, porque ya nuestro tiempo comienza a fenecer y hay que dejar la simiente para los que suben a ocupar el lugar que, después de saborear la gloria que emanó de un destino esforzado, fertilice lo que vendrá. Porque nuestro pasado y nuestro presente será el futuro de los que nos precedan. Parece redundante, pero precisa de visión y compromiso entenderlo y proyectarlo. 

A medida que nos acercamos a la cumbre de los años, plateados por las canas que ciñen nuestras sienes, hay que preparar el relevo, traslapando la experiencia para que la cumbre quede más cerca del cielo y nosotros más cerca de Dios, o, al menos, para la misión, casi imposible, que nuestro hijos vivan mejor que nosotros, y eso hace que mirar hacía atrás, por encima del tiempo, para extractar el zumo, sea un imperativo categórico, al mejor estilo del postulado que hizo de Kant un maestro de la filosofía, y que debe hacer parte de una misión, por el caudal de sugestiones que pudieran emanar al evaluar lo vivido, durante una juventud que se nos arrebata, inclemente, pero que, también, nos traslada a la madurez, desde cuya cumbre se ven mejores luces, y del que quedará, tras las cenizas, la encarnación en nuestros hijos, sembrados como semilla en el vientre de nuestras mujeres, fruto del amor o del instinto de trascender en el tiempo, cuando volvamos a la tierra, pero con la potestad de mejorar mientras vivamos. 

*** 

La Armada es como mi casa. Mauricio Soto, el Señor Almirante Comandante, fue mi primer brigadier. Nuestro camino se cruzó ya una vez, con la intimidad que podía fluir entre un brigadier recién empacado y un recluta recién desempacado.  

En un péndulo oscilante entre la bohonomía de Soto, exacta, sin ser complaciente, y la hijueputez de Ciro Álvarez, pasaron mis primeros días, semanas y meses, siendo Soto un pararrayos atenuador que, como sombrilla en el desierto, nos refugiaba del canibalismo de Ciro, el depredador supremo de aquel 1967, en la Escuela Naval, cuando el resplandor del sol acentuaba su figura “reflectiva”, que se devolvía de la chapa dorada, o de las gafas “Rayban”, que ocultaban unos ojos inquisidores, encontrando allí, por donde se penetra el alma de la gente, nuestra propia imagen, tan famélica y desvalida, como olorosa y polvorienta, que hasta en la embolada de los zapatos del prusiano nos reflejaba, destellaba y costreñía.  

Era un cabrón aterrador, que nos enseñó, quizás, a ser berracos, poco intimidables, y hasta algo cínicos para evaluar nuestras competencias o desempeño, al lado de tanta excelencia. Era campeón de 1500 m y los usaba en la gimnasia para rezagarnos y desgraciarnos, barnizando de lo que suponíamos resentimiento, pero con una presentación que, más que impecable, parecía obsesiva, donde el blanco era tan blanco, como el de Sergio Espinosa, y el dorado resplandecía, al fuego del sol, deslumbrando y agrediendo la auto estima residual que le podía quedar a un recluta, por lo tanto, en frágil estado emocional y físico, en un ambiente más parecido a un desierto que a un oasis, que se hacía francamente hostil cuando se tenía la desgracia de un encuentro personal, que fue, por seis meses, cotidiano, con Ciro Álvarez. 

Alguna vez, comiendo mariscos en el Club Naval de Cartagena, me comentó Guillermo Barrera, a la sazón capitán de navío y quien oficiaba de gentil anfitrión, que, como oficial, Ciro Álvarez era potable, hasta amigable. A mí me tocó el lado sombrío, no sabría, hoy, si para bien o para mal, pero en aquella época fue, literalmente, desbastador. Acaso sirvió para desbastarnos la mediocridad de una inevitable y siempre miserable reclutés, acaso pretendiendo enseñar cosas, como qué ser, o qué no ser, con su visión particular. Eso sí aprendimos a sostenerle los remates en la gimnasia mañanera a riesgo de, en lugar de gimnasia, comer mierda, antes del peto del desayuno.  Tenía Álvarez, una cualidad. Aunque más intenso y deslumbrante, carecía de la resistencia de “Chepe” Calderón para sacarnos la mierda. Chepe persistía: “arriba, abajo”, con una paciencia que lo hacía digno de santidad.  

Para Chepe, a diferencia de Ciro, el tiempo no existía, ni para él, ni para reclutas en desgracia caídos bajo el imperio de su voluntad, por cualquier “huevonada”, de las que ni puedo acordarme, pero de las que por paradojas, no quedó ningún rencor, acaso la habilidad de flexionar infinitamente y la virtud de evocar tiempos idos, cuando Chepe disfrutaba su tiempo libre, gotereando el rojo baldosín con el sudor de los reclutas, nosotros, hasta que pequeños charcos empezaban a aparecer por doquier, agrandándose hasta que a Chepe le diera la gana. Ser recluta era algo que comenzaba por ganarse, con torrentes de sudor, en el día o en la noche. Para Chepe era como una misión mística a la que dedicaba todo su tiempo, todas sus fuerzas, todo su corazón, y nosotros ahí, a su disposición, como mansas, blancas, palomas, en el portal de un gavilán hambriento, tal vez, pienso ahora, no para comernos, sino para endurecernos, ¡Qué se yo! 

Reza un aforismo que nunca es más oscuro que antes del amanecer. El alza arriba era, menos los domingos, antes del amanecer. El sol nos llegaba ya sudados. Era un sol, caribe, tropical, aplastante, que nos sofocaba en esos órdenes cerrados  interminables, de caqui hasta el cuello, que se fueron, en gran parte, sosteniendo el bamboleo de la bayoneta con la mano izquierda y el fusil con la derecha para, carrera mar, pagar las cagadas de unos y de otros. Las cagadas personales, se pagaban de 22 a 23. Una cita a la que escapé muy pocas veces y la que había que afrontar con esa dosis de humor y estoicismo con la que se debe asumir lo inevitable, si no se quiere fenecer de “mala sangre”, porque allí sí que se aprende que toda situación, por mala que sea, es susceptible de empeorar. 

*** 

 

Mi curso, el 1A, fue el de los repitentes. Tener durante las horas de clase, en la fila de atrás, donde empezaron por agruparse, aquellos física e intelectualmente aptos, del contingente 40, pero vagos porque habían perdido el año, “fichitas” por definición, fue una tortura durante los primeros meses, porque para nosotros la antigüedad de los cadetes no se diluía al entrar al aula, como los demás que carecían de ese yugo, sino que era permanente en clases y estudio, apretando día y noche, generando conflictos, a todas las horas. Sin duda, Fernando De la Espriella, Diego De Narváez, Mejía Luis, Vergara, Roca, que manejaba el directorio de las niñas bien de Barranquilla, pero sobre todo, Arias y Dereix, fueron un “de malas” adicional, al comienzo, aunque a la larga, como todo lo malo, transitó a cosas buenas, como sofisticarnos en perrería, precozmente, para abonarle peaje al costo de sublimarlos y, de paso, refinar el arte de sacarle jugo al despelote. 

Quizás el más caracterizado de los repitentes fuera Juan Carlos Arias, quien desde el rincón, junto a la ventana trasera del aula del curso 1-1-A, en el bloque A, primera puerta a estribor, me sopló la nuca durante el primer año, el más enriquecedor, miserable y memorable de una existencia que celebró, los 16 años, como no muchos del 42, sé de Román y Santos, embarcados en un compromiso con el mar, con la patria, con la familia y con nosotros mismos, para cumplirle al destino la primera parada, lejos del hogar y del palpitar de tempranos amores que comenzaban a mover la aguja de nuestros corazones y de nuestras pasiones. Pasé aquel cumpleaños, recuperado ya de un mareo de tres días, a bordo del Padilla, durante el embarque de semana santa que nos llevó a Santa Marta, con franquicia un viernes santo, que pasé, de visita por mi primer puerto, si mal no recuerdo, con unas primas, o amigas, de Román, alguna tan linda que me fustiga no recordar su rostro, ni su nombre, pero si haberlo disfrutado, enormemente, después de tanta sequía, cabeceo y balanceo, que me llevó a conocer, por primera vez en la vida, que más amargo que la infantería es el sabor de la bilis, que se devuelve de un estómago vacío, al vaivén de una mar embravecida. 

Al otro día, de regreso a Cartagena, a pesar de un mar de leva, ya no hubo mareo. Afloró el goce de la contemplación de un elemento que nos estaba enseñando cuan pequeños y miserables somos, ante la magnitud de la fuerza del agua, acuciada por el viento, en la inmensidad de un mar, azul, profundo y misterioso, para alguien nacido a 2600 metros de altura y mil kilómetros de distancia, exactamente 16 años atrás. Me sentí al desembarcar que podía ser parte de ello, que ya estaba bautizado, pero que no sería mi destino. Descubrí que al mar lo prefiero con la tierra a la vista, mejor desde la playa, resguardado de la brisa por palmeras, con un vaso de algo que refresque la culminación de un día intenso, contemplando, el atardecer, al ocaso, cuando el sol se tiñe, conjugado por el horizonte, de amarillos, azules y rojos. 

*** 

Arias, que encarnaba al “buenavida” del curso, tenía un hondo sentido histriónico, estético y musical, que, a ratos, ayudaba a pasarla bien. Proveniente de la elite capitalina, era punto de confluencia de todo tipo de información social, cultural, musical, o con contenidos de clase y estilo, es decir, todo lo “in”, “chic” o “guau”. Era la tendencia: “ye-ye” o “go-go”, de los 60. La de la discoteca “La Bomba”, en Bogotá, con los “Fleapers” o los “Speakers”, que emulaban a los “Beatles” o a los “Rolling Stones”, que podía alternar con el romanticismo de Sinatra y su “Strangers in the night”, o con el “Downtown”, de Petula Clark, o la legendaria Bamba, bamba, “yo no soy marinero, por ti seré, por ti seré… todas canciones que Arias interpretaba con una lira que llevaba al aula, contrabandeada, con la disculpa montarle a la banda nuevas canciones y entrenar reclutas en las horas de descanso.

 Nos acercaba a las añoradas discotecas bogotanas donde se iniciaron las rondas nocturnas, de una incipiente juventud, que muchos viernes se evadía hacia la carreras “ye-ye”, que arrancaban en el, ya inexistente, Cream de la 67, donde se escogía secretamente el lugar, para engañar a la policía y darle palo al carro, casi siempre, robado de la casa, o sacado del garaje, subrepticiamente, o con mentiras, para llevarlo a competencias de velocidad, que llegaron a ser legendarias, por la calle 100, o la 127, más tarde Paulo VI y muchos otros lugares alternativos, que se volvieron cotidianos, hasta que se inventaron los policías acostados, porque los otros no las podían contener, pero que servían de válvula de escape a una juventud, sedienta de pulsar la vida con una intensidad que estaba cambiando al mundo y con una influencia que marcó la pauta del siglo XX, que tuvo su climax aquel mayo de 1968, en París, que, a nosotros nos tocó, irónicamente, sacándole brillo a la chapa del destino y a la cantonera del fusil, en una isla de la Bahía de Cartagena, donde el trote era una religión y los sueños una quimera, alimentada por la habilidad de Arias para tocar la lira y recordarnos que, afuera, el mundo no dejaba de girar, lleno de sueños que se enfocaban a nenas esperando a ser conquistadas, por un príncipe azul, en uniforme blanco o negro: “Gira el mundo gira, en el espacio infinito, con canciones que comienzan, con canciones que …”

 Al recluta extraordinario del 43, que sería el Brigadier Mayor del 42, Bezsonoff Petrof Sergio, le descubrió, el papá, sus competencias, como conductor clandestino de carreras ye-ye, cuando identificó las placas de su preciado Citroën, en una de las fotografías que acompañaban un reportaje de la, otrora famosa, revista americana “Life”. Al paso de los años padecería un secuestro, del que se voló, para terminar radicándose en los Estados Unidos. Compartí con él, prolongado en nuestros hijos, el gusto por los deportes náuticos, especialmente el esquí. Bezsonoff fue Presidente de la Federación de ese deporte. 

** 

 Muchas de las visitas que los cadetes hacían al curso, eran a la curul de Arias, pegada, por detrás, a la mía, y trataba con cartas de exquisito aroma, que se cruzaban los niños bien con sus dulcineas del Femenino, o del Marymount, o del Nueva Granada, algunas más recorriditas, pero muchas, eso sí, refinaditas por el tamiz de la chequera de papi o mami, o de juntos, y viajes a Miami, Nueva York, París o Londres. 

Entre los que acudían con cierta frecuencia al oráculo social y cultural, recuerdo, entre otros, a Mauricio Borrero y a Fernando Quintana, tío de las nietas del pintor Fernando Botero y Gloria Zea, por la línea de María Elvira Quintana, hermana de Fernando, casada con el exministro Fernando Botero. También circulaba Lucho Patiño, el Petiso, Lersundy, Molina, a veces, Schrader o el compañero Pulecio, pariente de Marta, la dulcinea de Arias, con la que, a pesar de la fama de “mamín”, terminó casándose, en París, siendo las damitas de honor las niñas: Astrid e Ingrid Betancur Pulecio, sobrinas de la novia, e hijas del Embajador de Colombia ante la Unesco, y de Mamá Yolanda, conocida por haber sido reina de belleza, Concejal de Bogotá y Representante a la Cámara, en una época que no se estilaba el protagonismo femenino, pero sobre todo, promotora de albergues para “gamines”, que la llamaban mamá, y, no menos famosa, como la madre de esa mujer admirable, con más pantalones que millones de colombianos juntos, que es Ingrid Betancur, rehén de la guerrilla de las Farc.  

Arias tenía clase para rodearse bien. Hace no mucho coincidimos en “El Peñón”, en la estancia de un nieto del expresidente Laureano Gómez, a quien Arias asesoraba en calidad de arquitecto. De la pared de su despacho, que tenía como foco un elegante escritorio, de estilo barroco, Luis XVI, en el Centro Comercial “Portobelo”, ubicado, en el muy “in”, Parque de la 93, en Bogotá, colgaban menciones de especializaciones en Harvard. Un par de veces nos reunimos, allí, a hablar de los viejos tiempos, signados por la intensidad de acontecimientos que se hicieron menos dramáticos cuando el loco Arias hacía de las suyas, secundado por Dereix o por Martelo.  

Dereix merece capítulo aparte. León Michell Dereix Pérez era, por decirlo de alguna manera, preponderante. Poseía su propia exuberancia. Desparpajado, mama gallo, buena pinta, histrión, tenía aires de aristócrata  “macondiano”, esa combinación de distinción y costeñez,  que de ser necesario se imponía, cuando le convenía, con la amenaza de un físico espigado que se esmeraba siempre por mantener impecable, como su bote, al que bautizo “Satuple”, parqueado sobre la playa, y al que mi teniente Medina le hizo cambiar el nombre por inconveniente. Era el que más ropa tenía, no le cabía en la laca, y no se podía negar que cuando estaba de buen talante poseía un humor que nos hacía cagar de la risa por sus ocurrencias y actitudes, algunas tan irreverentes, como cuando hacía “striptease”, al ritmo de la lira de Arias, o de los bongos que simulaba Calvo, sobre el atril, cualquier “viernes cultural”, en la última hora de estudio. 

También estaba Ernesto Carlos Martelo, con tanto o más humor que Arias y Dereix juntos. Martelo era de los nuestros porque no era repitente y, además, tenía la chispa, a flor de piel,  del costeño, bien ancestrado, a diferencia de Dereix, con una línea de buen humor imperturbable. Se hizo encargar del chivo que la Escuela Naval, llevaría a Cali, a los Juegos Interescuelas, como “mascota”. Parte de la panela que le daban para la alimentación del chivo, a veces, nos la chupábamos nosotros, repartida por Ernesto Carlos, en detrimento del pobre animal que empezaba a parecer famélico y que Martelo administraba haciéndonos cagar de la risa, en la faena de capar camello, con la disculpa de tenerle que enseñar al chivo a marchar al ritmo de la banda de guerra, o administrando, permanentemente, una espontaneidad innata, preñada de ocurrencias chispeantes, para mamarse gallo a sí mismo o a los demás, o para rebuscar chicharrones amañados que conjugaran con su visión, no diría hedonista de la vida, pero jocosa, jacarandosa, rumbera, en medio de tanto descalabro.  

Éstos y otros como Calvo Escolar José Luis, costeño también, quien no tenía el toque de la aristocracia, ni marcaba la pauta del humor, quien, además, tenía sus perraterías, era capaz de escupir sobre los zapatos para activar la pomada blanqueadora ahorrándose ir por agua, que, por cierto, tenía una nariz achatada, como moldeada para boxear. Ahora que lo recuerdo, tenía un aire al Rocky Valdés, el mismo que diez años después protagonizaría, contra el argentino Monzón, pupilo de Alain Delon, en Montecarlo, una de las peleas clásicas en el mundo del boxeo de los pesos medianos. Si bien perdió Valdez, Monzón, el legendario, mordió el polvo, sonado por el Rocky, como pocas veces en su vida de pelador callejero, o camorrero, o de púgil consentido por mujeres hermosas, o cortejado por empresarios con las billeteras repletas de dinero.  

Pero Calvo era más. Mucho más. Tenía ese poder que sólo desarrollan los que aprenden a apreciar y practican las virtudes de la buena literatura, que termina por arrollar nuestra propia sensibilidad. En Calvo hallé un impulso que propeló un incipiente escarceo con los libros, que poco a poco, se ha ido llenando, con la lectura, en un rango que va de la épica a la basura, a la par que ha servido para pasar, bien, buena parte de la vida, aumentando el conocimiento de la fauna humana, y que en la madurez tengo la pretensión de que sirva para exorcisar demonios y conceptuar mis propias percepciones que, conmutadas en palabras, le sirvan a alguien para cualquier cosa, como sacudirme del polvo del olvido. 

Debo confesar que aprendí de Calvo más que de ningún otro, porque me acabó de enamorar de la literatura y porque, a pesar de las contradicciones de su propia naturaleza, una vez me tiró el atril y si no es por el Mono Martínez lo más probable es que me hubiera dejado “knock down”, era el García Márquez de la clase. Tenía un don excepcional, que me acercó a la prosa y de la que tampoco escapó la poesía, que Calvo hacía fluir con una habilidad que a mí me parecía admirable, porque para producirla no tenía que esforzarse. Su pluma nos aproximada a ficciones que nos hacían protagonistas de su imaginación indómita, traducida, con un lápiz afilado e imprenta impecable, sobre los renglones de un cuaderno que nos turnábamos con avidez, para vivir las aventuras que Calvo nos inventaba, día a día, en una novela por entregas, que se encargaba de alimentar con su propia fantasía y que servía para relajar el silencio de las largas horas de estudio vespertino, aquél entre las 17 y las 19, o las 20 y las 21:30.

Eso cuando no llegaba “Chepe” por ahí, o el Brigadier de Control estaba de malas pulgas, que era frecuente. ¿Recuerdan? “Salir al hall”. A tierra: ¡Arriba! ¡Abajo!...

-Permiso mi brigadier: es que mañana tenemos examen, podía aducir Martelo, presto a buscarle el quiebre al camello.

-Me importa un culo recluta.

-Arriba, ¡Abajo!.. 

*** 

Vi a Calvo, por última vez, el día que salí, ya retirado, de la Escuela, en diciembre de 1968. En un papel arrugado escribió, sobre la mesa de pool de la Cámara de Cadetes, en pocos segundos, sin corregir, la “rutina” esperaba, un soneto que conservo, esperando que algún día se cumpla la voluntad de hablar de eso “alrededor de una pea”.  

Dice así: 

En aquellos tiempos

donde el desconsuelo,

nos taladra el alma,

nos quita la calma;

 

encontré un amigo

con las mismas penas;

y tardes amenas,

pasamos los dos.

 

Eran días de Escuela

tristes y pesados…

entonces halados

 

Por la misma idea,

pasamos dos años

que no olvidaré. 

Añadió:  

-¡Oye, Álvaro! algún día hablaremos de esto… en derrrededor de una pea… 

Para algunos costeños, y mucho marino, todo, lo memorable, es con pea.  

Pero,

-Sí José Luis.

-Espero pearme contigo porque estoy seguro que será la mejor pea de mi puta vida. Desde ya, sin estar peado, te digo que fuiste de lo mejorcito del contingente 42. Todo un contingente de bacanes, porque fueron muchos. Pero, por aquellos días, tu sabiduría sacudía nuestra mediocridad de incipientes aprendices, en un mundo del que apenas oteábamos efluvios prematuros, pero tan intensos, que se resisten a ser borrados de la memoria. 

No lo volví a ver, ni a saber de él. Deseo ardientemente hacerlo para, antes de “pearnos”, ponernos al corriente de lo que ha sido la vida a partir de esa experiencia, que nos catapultó, en forma singular, dentro de un espíritu espartano, preparando para lo que fuera, a veces agresivo, pero con el gusto, por las cosas buenas de la vida, aguzado, para robarle a la miseria trozos de felicidad. 

*** 

Del curso recuerdo a todos. Al flaco Cadena, también del barrio, a Martín y Wobst, muerto en un enfrentamiento con la guerrilla cuando hacía algún reportaje gráfico, para “Cromos”, Aun resuenan la risa y el buen humor de Lucio Arenas, como cuando arriaba la modorra para enseñarnos a cantar el himno de la Falange Española, sin dejarse manosear como primer comandante del curso, hasta que llegaron los repitentes, cuando tampoco se dejó manosear, ni porque se le devaluaran las acciones. Tampoco se me olvidan Báez, ni Madrid, que terminó en la Mercante, Aguilar, prusiano y con la cancha que le daba haber sido infante de marina, Indaburu, Ramos, Maime Correa, Ramírez Sendoya, Jorge Ocampo, Escobar, Ramírez Páez, el Pájaro Gálvis, siempre, desde el avión que nos llevó a Cartagena, la primera vez, con el pico abierto pontificando sobre lo humano y divino, Galvis Soto, Parra, Camargo, y los que se adicionaron en segundo año, algunos del B: García Peña, el Mono Martínez, el Reyecito Campos, Ballesteros, Gamarra, Campo Thorne, muerto trágicamente en alta mar, después de haber pagado pena por contrabando, al ser capturado, en alta mar, por Román. Cárdenas, Angulo, el nomito, ido también, pero no olvidado. 

También recuerdo la fragilidad del recluta Llinás Matamoros José Martín, la habilidad mamagay de Fernando Quintana para mimetizar la perratería, la chispa de Colombino para mamarle gallo a cualquiera, y posteriormente la de su hermano, en la misma línea, ya del contingente 44, el mismo del recluta Palmera que ascendió pero en las Farc, o de Carlos Nieto, muerto prematuramente de un cáncer implacable, pero que vive en una marca de ropa masculina que, aún, dicta pauta en la moda bogotana, o del enano Ricaurte, mamagallo proverbial, Cala, con estirpe de esquiadores y golfistas en el Club Los Lagartos, Marcelino Pardo que se servía del tenis para “chichanorrear”, Laserna, de la crema social, quien tuvo el pudor de no estudiar en la Universidad de los Andes porque su tío era el fundador, Villa, hermano de Leopoldo, de nuestro contingente,  al igual que se debe mencionar a “Mamel” Santos, como le decían sus “cojecoje”, uno más en la Escuela, pero a quien no le ha faltado espuela para, aunado a una herencia tan bien administrada como la cara de Merchán, hacer protagonismo político, desde varios ministerios, alcanzando, incluso, una Designatura Presidencial, que de alguna manera lo honra a él y al contingente 42, tanto o más que los grados de Vicealmirante de Fernando Elías Román y Guillermo Enrique Barrera. En honor a la verdad “no ha sido cualquier cosa”. Bien por ellos.  

*** 

Ni que hablar de la terquedad orgullosa, hasta el desafío, de Sánchez Mendieta, “Juanita Banana”, con quien terminé compartiendo aula en la facultad de ingeniería civil de la Universidad Javeriana, donde también recalaron Gustavo Pulecio y Claudio Vanegas, en economía, el Loco Fernández y Gilberto Rodríguez, en arquitectura, y los reclus del 44, Roberto Cubides, Ángel Miguel, en medicina y, también en arquitectura, Fernando Erazo, caracterizado, además, como modelo de ropa masculina, que dictaba cátedra con sus sacos deportivos, muy bien cortados, reemplazando la corbata con un pañuelo “raboegallo” que surgía, del bolsillo superior del saco, como una cascada barroca, jugando con el color de la camisa, también de seda, desbordando simpatía, con un acento costeño, fruto de haber vivido, desde niño, en Cartagena, al lado de su padre el Contralmirante Guillermo Erazo Anexi, exdirector de la Escuela Naval. Murió, por equivocación, de un balazo que le propinó, absurdamente, un soldado del Guardia Presidencial, parece ser en alguna madrugada de bohemia, por alguien que no tenía ni idea de lo que hacía.  

Por entonces, Carlos Pizarro Leongómez, el hijo de otro Almirante, agitaba la facultad de Derecho, terminando como jefe del M-19, posteriormente asesinado en un avión, cuando era candidato presidencial. Igual que Luis Carlos Galán, que pasó, allí mismo, de ser estudiante de la facultad de Derecho a ser Ministro de Educación, de la administración Pastrana Borrero, pretendiendo hacer carrera dentro de un sistema que tampoco lo dejó llegar, a pesar de que tenía con qué, cómo y por qué.

 

***  

-¿Está muy berraco recluta Sánchez?

-Afirmativo, cadete.

-50 de pecho. 

-¿Sigue berraco recluta Sánchez?

-Afirmativo, cadete.

-Otras cincuenta. 

-¿Continúa berraco recluta Sánchez?

-Afirmativo, cadete.

-Pues siga flexionando, hasta que se le quite la berraquera.

 No tenía remedio, como tampoco ha tenido remedio este país. 

*** 

No me olvido de mis viejos compañeros de colegio: Rafael Martín, artista para pasar todas las materias, sin estudiar mucho, cuya alianza fue definitiva para vadear lo académico, excepto la vez que por armar un cañoncito, sobre un huequito del tablero, produjo una explosión, con la cordita y la polvora negra que se había embolsillado en una clase de laboratorio de química. Las esquirlas desprendidas de la vainilla punto 30, con fulminante, de esas que se usaban para disparar salvas, que usó como cañoncito final, había empezado con inocentes minas de esferográfico, causó heridas que lo exilaron, afortunadamente, en la enfermería, sin mayor novedad, en espera de 7 días de calabozo. Algunas esquirlas atravesaron libros de buen espesor de quienes se encontraban en primera fila, precisamente un día que nos dejaron solos en el bloque de los mercantes, que estaban embarcados, sobre el aula de conferencias, con la consigna que podíamos hacer, “lo que nos diera la gana”, hasta “fondear”, si fuese el caso, y la sola condición de no hacer el más mínimo ruido para no perturbar la conferencia que atendía un importante grupo de “capitanes de navío”, que se llevaron la sorpresa de su vida cuando explotó, sobre el piso superior, un artefacto que dejo un huecazo en el tablero y una cortina de humo, de alta densidad, con sabor a pólvora, que se extendió por todo el ambiente.

 ¿Qué penonón?

¡No!

¡Que cagadón!

 También del colegio, recuerdo a Santiago Harker, graduado ingeniero mecánico, en los Andes, pero más notable por sus composiciones como fotógrafo de exposición y de postín, y otro “mamagayo”,  que no duró mucho, pero con el que siempre es grato compartir porque desborda simpatía, el caleño García Lloreda, como también recuerdo, afectuosamente, a mi primo Daniel Roberto Novoa, herido en Medellín por judicializar traficantes.

 Del curso me di en la jeta con De la Espriella Fernando, el repitente, me fue bien. Con Ramírez Sendoya, no tan bien, unas cicatrices en la espalda, cuando me revolcaba sobre el caracolejo para quitármelo de encima, me lo recuerda. Con Llinás Matamoros me pusieron los guantes, una vez, en el Coliseo. Mucha gente quería que alguien lo sonara, sin masacrarlo, y me escogieron a mí. Llinás era, todavía, un niño cuando llegó, inteligente y bocón, pero al cabo un niño al que había que tratar con cierta indulgencia, de la que Llinás se aprovechaba porque jodía por veinte, terminando a veces, por mamar a todos. 

*** 

Hay una historia, especial para mí, la de la Cuarta sección, a la que llamaré “especial”.  Allí se hizo patente que del estado más sombrío de las condición humana surgen solidaridades que crean situaciones extraordinarias en el bueno y en el mal sentido.

 Se conformó, por entonces, un presunto grupo de desadaptados que, en opinión del teniente Torreta*, era la escoria de la compañía Bravo, necesitados de tratamiento especial. Yo caí allí por obra y gracia de León Dereix, presionado, como comandante de curso, a escoger candidatos, o a irse él. No escogió a sus amigos, sino a Martín, Wobst, Calvo y a mí. Se ordenó, por tiempo indefinido, rutina disciplinaria, que aunque había sido prohibida, se le llamaba horario especial. En nuestro caso podía ser horario disciplinario, aplicado sobre tiempo libre, completo, en forma indefinida, más otras peculiaridades inventadas para el efecto. Aula de estudio independiente, apartada de los compañeros de curso. Se temía que una mala manzana pudriera a las demás. Alza arriba a las 04, con trote de una hora, en pantaloneta y tenis, con fusil, hasta las 05, cuando se levantaban los demás a hacer gimnasia y nosotros con ellos. Trote para ir al refrigerio, plantón en el descanso después de almuerzo (13-14), trote en el descanso de 16 a 17, plantón después de comida, trote en la recogida, 22-23, y como no estábamos liberados de la guardia, cada dos días había que perder una hora, más, en centinelas e imaginarías, cinco horas diarias de sueño, o, cada tercer día, cuatro. La guardia de las 16:20, cada tres días, era un alivio porque permitía cambiar el fusil por la escoba y el trote por la “mopa”.

 Además había que sostener, como los demás, la carga académica, no menos agobiante, porque para nadie es un secreto el nivel de exigencia, que, por demás, era el único requisito para permanecer, justo, porque hacía primar, como filosofía, la preponderancia del intelecto sobre la fuerza bruta, lo cual prestigia a una institución que hunde sus raíces en la visión sajona de percibir el mundo, heredada de la misión inglesa que sentó las bases.

 Hay algo de grandeza en la tradición, en el protocolo, en la cortesía, pero sobre todo, a pesar del utilitarismo económico, en la disciplina del racionalismo científico, que compone el fondo y da forma a la tradición, enarbolada con una visión de eficiencia por un futuro que no excluye la gloria destinada al triunfador.

 A la Cuarta fuimos a dar si mal no recuerdo, entre otros, los Sánchez: Cárdenas y Mendieta, Merchán, Moreno Pasmín, creo que el “loco” Fernández, Rojas, y nosotros, los recomendados de Dereix. Según Torreta, el “dream team”. Debo confesar que haber estado allí fue de alguna manera, a la par que sufrimiento, irónicamente, un privilegio. El de sentir que en medio de la más miserable condición, surge el espíritu de cuerpo, como una tabla de salvación, arremolinándose un conjunto de solidaridades que conjuraron el colapso de unos reclutas, tostados de canícula, con el fusil y la puta bayoneta, que se bamboleaba, más que nunca, fustigando el culo, si no se cogía con la mano izquierda, porque en la derecha estaba el fusil punto treinta, que hacía, una vez recibido, parte del equipo básico. Un fúsil al que había que mimar como la novia y estar limpiando, como si le diera la regla, día de por medio, a riesgo de que la sal, del mar y del sudor, se lo comiera y a uno se lo llevara el putas. ¡Que vida aquella!  

*** 

¡Compañía Bravo, salir a formar!

La orden del teniente Torreta no se hizo esperar. Era el comandante (e) de la compañía, el teniente Medina estaba de vacaciones, por lo que Torreta pretendió pasar a la historia. La compañía que tenía al frente no le satisfacía lo suficiente. Sin poderle echar la culpa a los desadaptados que había, tiempo atrás, enviado a la Cuarta especial, discriminados, en rutina permanente y bajo la lupa, con la presunción de aislar la enfermedad, estaba entendiendo que el problema era más estructural de lo que él pretendía creer.

- ¡Compañía a la de gi! Al trote … marrr.

Minutos después, a medida que ordenaba acelerar,  más y más, empezó el desparrame. Especialmente en la cuarta especial. A la gente le sabía a mierda. Habíamos aprendido que sin dejarnos aburrir, poniéndole humor, si no nos echaban, no podíamos ser, ya, más castigados, sencillamente, porque para nosotros no había tiempo disponible que no fuera de castigo. Afortunadamente se alternaba entre trote y plantón. Después de almuerzo, era plantón. A esa hora en que el sol escupía fuego, nos dábamos el lujo de acumular las calorías del almuerzo, para la tarde, la noche y el amanecer, en una estática sudorosa que llegó a ser como una siesta en un baño turco, pero de pie, y el teniente Torreta, a esa hora, ese día, nos estaba rompiendo el metabolismo, como nos había roto el espinazo moral cuando nos sacó de la fila.

¡Alto! –Espetó el teniente-

-Ahí los tienen –añadió-

Con excepción de la primera sección, que se esmeraba por justificar su privilegiada condición de reclutas navales, “extraordinarios”, es decir, recabros, con prematuros privilegios que nos cabalgaba a muchos, el resto de la compañía estaba regada por todo el patio que quedaba frente al comedor y el Coliseo, lindando con el último poste.

-Aquí lo que tenemos es una manada de nenas, -increpó-

-Obviamente, no me he equivocado al señalar los peores.

-No sólo son disociadores sino “vaselinos”.  Afirmó señalando con la cabeza la cola de la despelotada fila.

La sentencia nos tocó. La Cuarta se diferenciaba, además de que formaba al final, por estar de caqui y armas. Se dio la orden de agrupar de nuevo las despelotadas secciones.

-¡Vamos a ver, de nuevo, quién es quién! –volvió a gritar-.

-¡Al trote … marrr!

Lo que siguió, no sólo fue una demostración de unidad y espíritu de cuerpo, sino la consecuente evidencia de que, entrenados al máximo, poseíamos el mejor estado físico de todo el batallón. Algunas vueltas después, la Cuarta, tras remontar a la tercera y a la segunda, estaba chupándole rueda a los recabros, estando completa, ordenada, mientras el resto de la compañía era un despelote. Entonces vino el “orgasmo”. El duelo entre la Primera, que empezaba a mostrar signos de cansancio y la Cuarta que pretendía, pasar, arrollar, toda, hasta Merchán sincronizaba, animada por la voz de Sánchez Mendieta, en el mejor estilo con que los infantes animan sus trotes, hasta que el teniente, molesto, lo mandó callar, cuando se percató que la cosa era “pan comido” para nosotros.

Estando arrollada la Primera, la voz de –Alto- tronó de nuevo.

Pensamos que Torreta nos iba a felicitar, que iba a decir algo que exaltara el pequeño logro, oxigenando el maltrecho ego que se había empeñado en destrozar, empacando nuestra autoestima en bolsas de basura.

-¡Ah! ¡No es que no puedan sino que no quieren! –dijo con desprecio.

-Cuarta sección, al trote maarrr.

-El resto de la compañía: ¡Retirarse!

-Viva Colombia gritaron alborozados. Estaban mamados.

-Vida hijueputa, mascullamos nosotros.

El tiquete al infierno parecía no tener regreso.

En la noche, para el trote de la recogida, el Brigadier de Control, encargado esa semana de nosotros, así era desde que nos habían sacado de las secciones, nos llevó al Polígono, apartado de todo. Volvimos después de medianoche. Al Oficial de Guardia que nos vio venir a lo lejos, tambaleantes, se le dio parte, como tocaba. Se hizo el huevón o no se dio cuenta. Una brisa extraña envolvía el ambiente. El viento parecía soplar a favor. 

*** 

Maldiciendo nuestra suerte y al desgraciado que nos llevaba, quién sabe con que consigna, y a punto de mandar todo al carajo, si la cosa se ponía intensa, de pronto nos encontramos, sorpresivamente, sentados sobre sendas canastas de cerveza, que refrescaron, no sólo el gaznate, sino el corazón. El brigadier, como muchísimos otros del batallón, se había convertido en salvador. Hubo una solidaridad, por parte de muchos, que en un momento evitó el colapso. De alguna forma sirvió porque de allí salimos fortalecidos, no sólo en lo físico, sino en lo mental y emocional, sabedores que no había mal que durara cien años, pero, mientras estuviera, había que poner el pecho y regular la fuerza, al momento justo.

Aún me pregunto ¿Cómo llegó esa cerveza, allí?

Ya hacia el final de aquel patético período, los 20 ó 30 minutos residuales previos a la formación para pasar al estudio de las 20, después de comida, algunas veces nos lo dejaban libre. Para el Brigadier de Control, también, era un castigo estar con nosotros todo el tiempo. Algunos terminaron por dejarnos en un punto de autoregulación, sobre todo en los estudios, donde se organizó, en la apartada aula que nos asignaron: el rincón de los estudiosos, de los fumadores, de los “fondeadores”, de la talla, se rotaba de acuerdo a necesidad, pero había, dentro de la anarquía, toda variedad; los cadetes antiguos dejaron de joder, desde el primer día no nos quitaban los ojos, la vida no era tan mala, la gente tenía facetas, lo inadvertido también. El brigadier de control vigilaba a los demás. Nosotros aprendíamos a cuidarnos solos, por convicción y conveniencia, respondiendo a una obligada complicidad, para que la compañía no se le despelotara, por cuidar a los pocos que, de alguna manera, tenían disculpa de andar despelotados. Había un dilema, no calculado por Torreta, que nos dejaba pescar en río revuelto, durante algunas horas, de la noche, las dedicadas al estudio que servían de compensación.

Moreno Pasmín como encargado, desde el principio de dar parte, pronto cambió las botas de infantería por zapatos nuevos, “carramplonados”. Su fiesta terminó cuando, por “buen desempeño”, lo regresaron a la normalidad. Casi se pone a llorar. No quería irse. 

 La salida del comedor, después de la comida, siempre fue un momento peligroso para cualquier recluta, porque era cuando los antiguos repescaban para pulir el aseo, previo a la ronda de las 20.

-Reclutas aquí. Los antiguos de 2º,  arriaban como a ganado. A no ser que se fuera con un cadete de 3º, se quedaba, invariablemente, retenido.

-Formar.

-Atención firrr.

-A la de gi.

-Al rancho de la compañía Alfa, con compás maarrr.

-Alto.

-Cadetes de la Cuarta: ¡retirarse!

¡Viva Colombia!

*** 

Cuando Medina regresó, lo primero que hizo fue disolver la Cuarta especial. Irónicamente, enredado con un sentimiento de euforia, un manto de nostalgia, por tener que romper una hermandad, nos sorprendió sin saber si blasfemar, reír, o llorar. Entendimos el síndrome de Moreno. Pero ¡Bah! Si habíamos ido, podíamos regresar. Además, de cualquier manera, jamás seríamos los mismos. Las cosas no pasan en vano.  

Claro que el epítome del canibalismo clásico, refinado, instantáneo,  sólo llegaría, cuando mi teniente Medina, nos puso a un pequeño grupo, durante una gimnasia, en plantón, una mañana húmeda, a que los zancudos, en cosecha de miles, nos comieran, mientras él se palmeaba los brazos para espantar los suyos, o para aplastarlos, ahítos de sangre, adjudicando en tanto, generosamente, días de rutina, por cada movimiento por imperceptible que fuera y al que sólo escapó, indemne, Claudio Vanegas. 

 *** 

Mi brigadier de entonces, Mauricio Soto, es un ejemplo de cómo termina preponderando el intelecto sobre la fuerza bruta. Lo recuerdo con aprecio y con respeto. También recuerdo a Sierra, como el avasallante Brigadier Mayor del contingente 37, que evidenciaba que de la sabiduría, emanada del conocimiento, no se excluía la imponencia del tropero con sensibilidad, aquella que es necesaria para cumplir el imperativo cristiano de “no hacer a los demás lo que no se desea para sí”, tan importante para preservar la dignidad humana, sin olvidar que cada cual debe saber el lugar de la fila que le corresponde, por protocolo y preeminencia, porque, a pesar del racionalismo político, ni somos iguales en aptitudes o actitudes, ni todos pueden estar, en el mismo sitio, al mismo tiempo.

A la hora de formar, aprendí eso sí, que si no es por orden de estatura, alfabético o aleatorio, es por orden de una antigüedad determinada, claro, por el tiempo, pero también, por el rango, por el grado de inteligencia y disciplina, tanto como integridad y prevalencia, no sólo física, sino emocional, mental, intelectual, moral y ética, aplicable en todos los dramas de la “comedia humana”, para que la sociedad se sincronice, sin que impere el abuso, propiciando la autoridad de quien sepa imbuirse de ella hasta inspirar el heroísmo, de “morir por la Patria”, cuando se dé la orden, si llegare el caso.

¿No es, por demás, lo que pretende la disciplina castrense?

  Se acata bien lo que emana de quien está por delante de nosotros porque ha caminado más y mejor. Pudiendo ser, o no, el más grande, o el que más grita, o el que más corre. Por si a caso están los megáfonos, o los micrófonos, o los teléfonos.

 El problema es “en la civil”, cuando se vuelve de billetera, y el honor de ser mejor no alcanza para comprar la buena voluntad de una democracia envilecida por la ignorancia, la incompetencia o la corrupción, y, literal o metafóricamente, hipotecada por el estiércol de la baja economía. Es decir, tanto bajos índices, como bajos manejos, como bajos fondos, como baja moral, como bajos instintos, como más deuda y menos con qué pagar, en un taxímetro que tiende, matemáticamente, a infinito, moderado por la puerta de entrada y salida del Fondo Monetario, del Banco Mundial, el BID, qué se yo, Santos sabe más. Su lema “sangre, sudor y lágrimas”, no dudo que lo aprendió en la Escuela, al lado de nosotros. A estas alturas deberíamos haber cambiado, como, parece, cambió la Escuela, según nos cuentan, y como debería cambiar el país, si hubiera una visión, una meta, un objetivo: salir de la miseria del subdesarrollo, como lo hizo Corea del Sur, que cuando nacimos, era una de las tres naciones más pobres de la tierra y, mientras vivimos, se convirtió, al lado de Japón, en los “dragones de Oriente”. El problema es que muchos creen que saben, pero no saben, porque si supieran, no estábamos tan jodidos. 

*** 

Capítulo aparte, merecen muchos. Voy a empezar, por ahora, con el primero de la fila, por ser el tambor mayor de la escuela: Páez Escobar Jorge, atleta y basquetbolista. La “waripola” era, en sus manos, como una mariposa que volaba por los aires en arabescos sorprendentes, no solo por la altura sino por el sincronismo con que Molina y Cubillos, acompañaban, o intercambiaban instrumento, marcándole el paso a esa institución, de la que nos ufanábamos por pertenecer y de la que nunca nos dejaremos de sentir “vanidosos”, como cuando sonaban los acordes de Exodo, la Eslava, Aída, Natalie, o alguna guabina, que marcaban el compás del paso y de los sueños.

 -Sí Ballesteros, también las gaitas, con el consabido par de marchas escosesas, que le daban a la Escuela ese toque británico, que, como una herencia de los maestros de antaño, permanece inamovible.

 Una vez, excusado de servicio, entre un cajón, en la Enfermería, encontré una libreta, llena de sonetos que me parecieron originales, a los que añoro volver a leer, y de los que vagamente recuerdo alguno, como “Contradicción de Incomplacencia”, escrito por alguien que esperaba:  

“alcanzar el cielo con pecado

y  al infierno llegar santificado”

ó

“sentirse hecho un niño de vejez

que desfalleciera triste de alegría”. 

Eran de Jorge Páez, poeta de la waripola y de la pluma. 

***  

Recuerdo a mi teniente IM Gómez Ibarra, durante un drill  en el que había que llevar, zapato blanco a la izquierda, con media negra, zapato tenis a la derecha, con media blanca, calzón de la pijama, flano, los zuecos en una mano, el fusil en la otra, gorra de salida y el cepillo de dientes en la boca. 

-Cadete Juliao, ¿Es ese su cepillo de dientes?

-Veamos haber.

Juliao había reemplazado el cepillo de dientes por el de untar betún negro.

- Abra la boquita- le dijo mientras tomaba el cepillo, que terminó refregado en la boca del cadete.

 Drill especialmente pesado ese. Después de algunas sesiones nadie encontraba nada. Todo quedó hecho mierda, como si hubiera pasado un vendaval, de esos que no era extraño que aparecieran por los meses de octubre o noviembre, pero que, para la vida de la Escuela, eran prácticamente cotidianos. 

*** 

Memorable, dan para libro aparte, la impasibilidad de Merchán para hacerse el huevón, las guardias de Boterito, Marco Tulio Gómez, Garavito, la “volada de Colombino”, la siesta de Sánchez, en el techo del Rancho, mientras el resto del batallón lo buscó por horas, en todos los rincones, como evadido; las rondas nocturnas, veladas por la oscuridad, de cadetes que vendían “mecato”, seguidos, inmediatamente, por otros que, prendían la luz y decomisaban lo que los avispados no se hubieran metido, ya, entre la boca; el material decomisado se reunía para ser revendido en el rancho siguiente.

 Son tantas las historias que se anudaron, llenas de humor, dolor, drama, patetismo, hasta épica, como todas las comedias que retratan el drama del ser humano, con pasiones y defectos pero, tan llenas de un heroísmo, cotidiano, paulatino, de valores que se podían extrapolar para ser mejores, hasta la gloria de vernos, a nosotros mismos, como caballeros del mar.

 Del 38 recuerdo, especialmente, no sé si la primera práctica de navegación con mi teniente Orjuela, a bordo del Renato Beluche, cuando por tirar perrería para mamarle gallo, nada menos que a mi capitán Villafrade, otro bacán, quedé embarcado, mientras organizaba la aguadepanela del refrigerio, en aquel viejo buque que servía para hacer prácticas de atraque, sobre un muelle de madera que quedó vuelto mierda, ese día, en aquella bahía que tantas veces transitamos, a golpe de remo o vela, durante innumerables tardes de sol, a veces brisado, pero siempre canicular. Nunca había visto a mi teniente Orjuela tan bocón, tratando a guardiamarinas como si fueran reclutas, pero con ese humor que, a pesar de la piedra, raramente lo abandonaba, habiendo sido yo, ese día, testigo excepcional.

 Legendario el exotismo del gorila Quintero, el más Rambo de los Rambos que he conocido fuera de las pantallas de cine.

La apostura de Sierra Carmona, que como Porras, no necesitaban esforzarse demasiado para ser brigadieres mayores, con clase y suficiencia, sin ser cabrones, como tampoco destempló, a pesar de lo jodido que debió ser IM 01, Salazar Lisarazo. El problema con Matallana era que pretendía que todos estuviéramos a su altura y eso era jodido, era prusiano y prolijo como pocos en la institución, tan exigente consigo mismo como con los demás, hasta el punto de hacerse antipático, pero, ¡vaya!, ¡qué te puedo decir! era, a la vista de todos, irreprochable. Murió, siendo Contralmirante, cuando se accidentó el helicóptero que lo conducía.

Al último que conocí, como brigadier mayor, era un bacán, cartagenero, distinguido, buena pinta: “Quique” Lequerica.  Al estilo de otro bacán de bacanes, gaitero de la banda, diestro con la espada, o el sable, caballero y amigo, que se fue prematuramente, mi guardiamarina, luego teniente de corbeta, del 37, Vélez Cobo Rodrigo, que con otros como Alfonso Calero, el cerebro del 37, caballero a ultranza, Antonio Vásquez, también del barrio, que tenía la mejor formación a su mando, un grupo de lujo en la fila, la Compañía Alfa del 39 y 40;  Vivas, nuestro primer brigadier mayor de la Compañía Bravo, Emilio Balén, de la Delta, sobrio y elegante, que llamaba la atención, por no llamar la atención; Velásquez, serio cuando había que serlo, con ínfulas de cabrón, a la postre no tanto; Graham, “el Gringo”, impecable como un lord británico, Aliaga, mi brigadier de sección, la segunda de la Bravo, de paso para Bolivia; el mismo Ciro Álvarez, que así como era cabrón, ponía punto; Romero Franco Julio, epítome del saludo militar elegante, con un aguaje un poco rococó, pero, imponente e irrepetible, con salida de vuelta y media, que podían ser dos, girando sobre unos talones que despedían ecos que todavía resuenan, sonoros, en la memoria, aunque Romerito no esté, ya, en este mundo. Todos ellos y muchos más fueron la sal y la pimienta durante el primer semestre del 67. 

*** 

También menciono a los que tocaron fibra como Oscar Arboleda del 39, que me legó sus uniformes de cadete, cuando ascendió a brigadier. Mi Brigadier, con mayúscula: Gustavo Ramírez, Yesid Sarmiento, Guillermo Díaz, Jairo Suárez, Jairo Cardona, que tuvo el buen gusto de informarle a mi hijo Felipe, por entonces de 12 años, que cuando quisiera, tendría su cupo asegurado en la Escuela Naval, aquella vez, durante una fiesta en el Club Naval que formó parte de la conmemoración con que celebramos los 25 años de haber ingresado, en un fin de semana memorable por el reencuentro fraternal, donde estuvieron entre muchos, Velásquez, Oramas, Holdan Delgado, excomandante de la Alfa, por entonces Comandante de la Fuerza y posteriormente Comandante de la Armada, y si mal no estoy, primer Comandante, naval, de las Fuerzas Militares; también Cubillos que presidió, como Director de la Escuela, la formación del primer día de celebración, que nos puso a marchar a la vanguardia, con Román y Barrera a la cabeza. No faltó a la cita el coronel IM “Chepe” Calderón, comandante del Batallón de Infantería de Marina, que nos deleitó, para resarcirnos de malos recuerdos, con una exhibición de sus infantes, de los que parecía sentirse orgulloso, como si el tiempo lo hubiera amansado o como si por fin hubiera podido moldear un grupo a su medida. Vale decir que en la semana de celebración, descollaron, por la dedicación para organizarla, Arango José Luis y Juan Manuel Ballesteros. Como harían después para los 35 años. 

No se puede olvidar a aquellos del 38 que mamaron reclutas del 42, como: Jairo Quiñones, Luis Bernal, cuya voz llenaba, como ninguno, cualquier estancia, y Germán Rodríguez, Luis Torres o Lorenzo Indaburu, hermano de Enrique, mi compañero de curso, que tuvieron la suerte o la desgracia, de intentar canalizar la, para muchos, efímera vocación que nos congregó, pero que de cualquier manera resultó, con el paso de los años, indeleble. 

*** 

Mi paso por la Armada ha sido un motivo de honor en la vida, y un privilegio que tengo, no solo colgado en la pared, en forma de cartón de bachiller, fotos y recuerdos, sino en el rincón de mis afectos, para referenciar, a mis hijos y a mis amigos, el orgullo de haber sido fondeado en la que siempre será nuestra "alma mater", porque marcó profundamente el cauce en la vida de todos los que le cumplimos esa cita al destino.

 También sobre una consola empolvada, en mi apartamento, tengo un modelo del Gloria, al lado del pito, con mi nombre marcado, que un día de 1968, nos dieron como aperitivo de lo que sería un tránsito del que me sí me arrepiento no haber cumplido: navegar sobre las olas de los sueños, hinchadas las velas del destino, sobre la cubierta del velero Gloria.

 Como una metáfora que simboliza la nostalgia de lo que pudo haber sido y la esperanza de lo que aún puede ser, de cuando en vez, repaso con un trapo el polvo de los sueños y de mi velero, inerte sobre la madera, enmarcado, por un cuadro del “mar abierto”, sobre la pared, el mismo que permea en mi memoria, desde la cubierta del “Antioquia”, o del Padilla, o del 20 de Julio, creo que todos naufragados en el ayer, pero que reiteran que todavía queda algo por cumplir para alcanzar la cima de nuestras frágiles vidas que, mientras no se extingan, tienen el privilegio de tirarle línea al destino de los que vienen, con pulso firme y mente clara, troquelado, en parte, por un espíritu impregnado en la Escuela Naval. 

Espero algún día adicionar estas memorias, inspiradas en vivencias perdurables, con muchísima gente que recuerdo con afecto, otros no tanto, ninguno con rencor, porque aún del sufrimiento se aprende, quizás más que de la bonanza, para la forja del carácter que transforma en caballeros del mar, o de la vida.  

Un abrazo a mis hermanos navales, en especial aquellos en cuyas manos está, dentro o fuera de la institución, todavía, en buena parte, el porvenir de la Patria. 

-Avante, haya o no viento, o buena mar.

 

Alvaro Enrique Leal CN 42-076

 *El nombre del teniente Torreta es ficticio. El personaje no. 


A los marinos de Colombia se dedica esta crónica.  Los PAÑOLES DE LA HISTORIA, son un  homenaje al pasado que como el mar, es infinito e inescrutable, pretendiendo rememorar la historia, convirtiendo la pluma en espada, los argumentos en un cañón y la verdad en un acorazado.

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