Unidos por el mar  y
exhaustos por el último poste
INSTRUCTIVO NAVAL
Nº 10
Instructivo virtual 
para fortalecer la cultura naval   

LEPANTO Y LA ARMADA INVENCIBLE
-VICTORIA Y DERROTA DE LA ARMADA ESPAÑOLA-

        
 Felipe II         
 Ocho siglos de dominación musulmana en España se terminaron con la caída de Granada, último enclave en la península ibérica de los árabes, en 1492, el mismo año que Cristóbal Colón descubrió a América, pero setenta y nueve años más tarde, cuando reinaba Felipe II, bisnieto de los Reyes Católicos, se presentó una sublevación morisca en la misma ciudad de Granada, acaudillada por Aben Humeya. Esta acción dio comienzo a una última cruzada cristiana, liderada por España a la cual se vincularon algunos estados que estaban bajo la directa influencia del Papa, con algunas dificultades, pues no se toman decisiones y no hay unidad en el mando para la guerra, aunque después de largas conversaciones, aparentemente sin fin, se logró, que las potencias navales cristianas del Mediterráneo: Venecia, Génova, los estados de la Iglesia y sobre todo de España reunieran sus flotas. 
Los gritos de auxilio de Oriente se vuelven cada vez más urgentes y desesperados. A principios de septiembre, el gran sultán turco Alí Bajá lleva tan lejos su provocación que cruza por el Adriático con una impresionante flota de guerra de 300 naves y se acerca a Venecia, que yace desprotegida en su laguna. Y en tierra el turco está ya en Hungría, en Dalmacia, y en 1529 incluso ante Viena...

LEPANTO (1571)

 

 

Finalmente don Juan de Austria, hermanastro de Felipe II de España, da la orden de hacerse a la mar. Hacia las diez de la mañana del 7 de octubre de 1571, las escuadras de la cristiandad formadas en amplio semicírculo aparecen ante el golfo de Lepanto, a la entrada del golfo de Corinto. Ahí tiene actualmente su base Alí Bajá. Blancas nubes de humo rodean la primera línea de las naves, las galeras gigantes venecianas a las órdenes del dux Veniero inician el ataque.

En esta hora el soldado español Miguel de Cervantes está en la fortaleza agitado por la fiebre. Al igual que a muchos de sus compañeros, lo ha alcanzado la enfermedad en Messina, pero sólo la muerte podría impedir que los tardíos cruzados participaran en esta batalla tan decisiva para la cristiandad. Así está atontado tras el parapeto del castillo, aprieta la empuñadura de su espada y fija la vista, como otros diez mil, en los barcos turcos que se acercan, en las velas inclinadas rojas o amarillas, los mástiles con las ondeantes colas de caballos, los relucientes barcos impulsados a remo, escupiendo fuego, y de los que llegan gritos, ruidos y estallidos. Una nave turca clava su férreo espolón en el costado de una galera de los venecianos abriendo una vía de agua imposible de tapar.

Entonces atacan también las unidades españolas. La “Marquesa”, en la que sirve Cervantes, acepta el combate cuerpo a cuerpo. Se lanzan los puentes de abordaje, una gente extraña, exótica, inicia el asalto, silban los alfanjes, el fuego de pistolas atraviesa la negra cortina de humo. Cervantes se lanza al combate. Lucha, avanza por el puente de abordaje, pierde de vista la rugiente lucha que se enfurece sobre el golfo azul. De repente ve un relámpago ante sus ojos enfebrecidos, algo cálido lo atraviesa y cae con el pecho deshecho y el brazo destrozado sobre el puente, en medio de otras numerosas víctimas.

El que después sería autor del “Don Quijote” pierde en esta gigantesca batalla, la última realizada por galeras, su brazo derecho. Un día más tarde, el dux y almirante Veniero ocupa la cabecera de la mesa en que españoles, papistas y genoveses celebran la victoria sobre el turco y la final liberación del Mediterráneo. Pronuncia un estremecedor discurso sobre el papel de Venecia que se ha desangrado en esta batalla y que ahora caerá del dominio de los mares en el ocaso de la historia. Veniero, el dux y almirante veneciano cae entonces sin sentido, sangrando por muchas heridas.

España es efectivamente la ganadora de la batalla y de la guerra. Es cierto que el Papa hace repicar las campanas en toda la Europa católica y renovar la «cruzada de oración», porque ha desaparecido la pesadilla turca de los estados cristianos del Mediterráneo; en algunas iglesias se construyen "púlpitos de Lepanto”, se representa la batalla en bóvedas y se la canta en largos poemas, pero, no obstante, la hegemonía española sobre el Mediterráneo, ganada en Lepanto, no basta para resolver los problemas esenciales de esta época contradictoria favorablemente al catolicismo y a la prepotencia española.

El fiero Turco en Lepanto,
tuvo en esta guerra revés,
Y en todo mar el Inglés
Tuvieron de verme espanto.
Rey servido y patria honrada
Dirán mejor quién he sido,
Por la cruz de mi apellido
Y con la cruz de mi espada.

Lope de Vega

LA ARMADA INVENCIBLE (1588)

 

 

 Como potencia profundamente católica España estaba endurecida, después de la victoria de Lepanto en cruzada contra los moros y después de la reforma, naturalmente a la cabeza de la contrarreforma. Los países occidentales navegantes, sobre todo ingleses y holandeses, se habían separado de Roma y convertido en adalides de la reforma. Eran sobre todo los ingleses, además de los holandeses, quienes acechaban en el «nuevo Mediterráneo de la historia», el Atlántico, los galeones con el oro español, los barcos cargados de plata y otros transportes. Los piratas de las Indias Occidentales, filibusteros del tipo de un Drake o un Raleigh, navegaban con patentes de corso de la corona de Inglaterra.

Hacía tiempo que la guerra mundial por los mercados, países lejanos y el dominio de los mares se había mezclado con los enfrentamientos europeos por reforma y contrarreforma. Felipe II se había casado en segundas nupcias con María la Católica de Inglaterra, conocida allí también como «María la Sanguinaria». De ese modo quería ganar a Inglaterra para el bando católico. Pero María murió sin descendencia y subió al trono su hermanastra «hereje» Isabel, ilegítima a los ojos de los católicos.

España apostó ahora a la heredera del trono legítima, según los católicos, de la doble corona de Escocia e Inglaterra: María Estuardo. La lucha por el predominio se llevaba en interminables guerras menores, casi silenciosas, en todos los océanos. Sir Francis Drake atacaba puertos españoles; filibusteros como Henry Morgan saqueaban las colonias españolas; los españoles colgaban de las vergas las dotaciones de los barcos ingleses. Entonces llegó de Bretaña la noticia de que la «reina virgen» Isabel había osado mandar decapitar el 8 de febrero de 1587 a su rival María Estuardo. Esto significaba el principio de la batalla final.

España había concentrado ya la mayor armada de su historia. Entre sus hombres se encontraba como alférez el después poeta Calderón de la Barca y también el manco Cervantes, esta vez como maestro pagador. El duque de Medina Sidonia comandaba la gran flota cuando ésta zarpó el dieciocho de mayo de 1588 del puerto de Lisboa. La armada navegó pesadamente hacia el norte, para recoger en los Países Bajos al ejército de desembarco del duque de Parma y pasar después a Inglaterra. Pero la armada era una flota mediterránea, mandada en parte por capitanes sin experiencia y dotada de marinos acostumbrados a los más suaves mares del Mediterráneo. La amenazada Inglaterra, en cambio, llamó a todos sus traficantes atlánticos, a los filibusteros del océano, acostumbrados a la técnica naval y la maniobra libre en mar gruesa, y a los hombres habituados a los fuertes vientos de sus costas, pues comprendía que se trataba de su existencia.

Ante Dunquerque, lord Howard aprovechó el viento que soplaba hacia tierra y envió ocho brulotes hacia la armada anclada. Los barcos españoles se salvaron separándose de la costa. En el canal de la Mancha, entonces, lord Howard, sir Drake y lord Seymour atacaron con sus ágiles veleros de todos lados, desperdigaron los pesados barcos españoles. La disuelta armada huyó rápidamente hacia el mar del Norte, mas cayó en seguida en medio de una tormenta que condenó a la desaparición a la mayor parte de sus unidades. Medina Sidonia consiguió con grandes esfuerzos llevar un resto de sus buques de guerra alrededor de Escocia, hacia el mar de Irlanda, donde, sin embargo volvieron a ser víctimas, entre islas y acantilados, de un nuevo huracán que los hizo encallar en playas enemigas. El resto lo liquidaron los filibusteros ingleses.

La armada española había perdido sus mejores barcos y más de 10.000 hombres. Inglaterra triunfaba por primera vez en el mar y comprendió entonces dónde estaba su futuro. Un decenio después, en el año 1600, tuvo lugar la fundación de la compañía de las Indias Orientales; Inglaterra empezó a convertirse en una potencia colonial. Cuando el vencido duque de Medina Sidonia se presentó ante Felipe II para comunicar al rey de España las proporciones de la derrota, aquel monarca profundamente creyente dijo: «No envié a mi flota a luchar contra los elementos, sino contra hombres.»

No sólo se había quebrantado el poderío español en el Atlántico, sino que también se había puesto en duda su preponderancia como gran potencia europea y de la contrarreforma. Menos de dos decenios después de la victoria de Lepanto comenzó la decadencia del imperio que continuó bajo los soberanos que sucedieron a Felipe II. Isabel de Inglaterra, por el contrario, hizo acuñar en conmemoración de la victoria una medalla que llevaba la siguiente inscripción: «Afflavit Deus et dissipati sunt» (Dios sopló y fueron dispersados).

Mucho se ha escrito sobre la destrucción de la Armada Invencible en 1588. Felipe II quiso acabar de un solo golpe con la principal potencia protestante del mundo y con los piratas ingleses al acecho de sus auríferas naves, pero la gran derrota que sufrió ante las costas inglesas nos parece ahora inevitable: incapacidad de su almirante, desconexión entre los distintos contingentes de la operación, negativa de los católicos ingleses a rebelarse contra su reina al aparecer ante sus costas "los barcos de guerra del Papa", y pesadez de maniobra de las mastodónticas naves españolas contra las ligerísimas de los ingleses, que cañonearon al invasor riéndose de sus esfuerzos por emular sus piruetas marítimas.

La eliminación de la hegemonía naval española fue beneficiosa para el comercio mundial y debilitó el monopolio católico de la verdad revelada. Y el Inri: los náufragos españoles que cayeron en manos de los herejes ingleses fueron tratados civilizadamente y los católicos irlandeses masacraron a los que les pidieron auxilio.

La Gran Armada recibió el adjetivo jocoso de Invencible tras ser vencida por Inglaterra y los mares.

No en bronces, que caducan, mortal mano,
Oh católico Sol de los Bazanes
Que ya entre gloriosos capitanes
Eres deidad armada, Marte humano,
Esculpirá tus hechos, sino en vano,
Cuando descubrir quiera tus afanes
Y los bien reportados tafetanes
Del turco, del inglés, del lusitano.
Solo el mar  a tus velas destruyó,
 A tus navíos bajo temporal bravío,
sucedieron de cosas tan extrañas.
De la inmortalidad el brazo está cansado
Pincel las logre, y sean tus hazañas
Alma del tiempo, espada del olvido.

Luis de Góngora y Argote, 1588


Resumen y adaptación de un capítulo del libro "Historia del imperio español" de Juan de Valadés